PROPÓSITO DE ESTE ESPACIO

Blog dedicado a publicar aquellas cosas que ocurren en la vida y que dejan un mensaje que apunta hacia la belleza de un Creador, con el fin de admirarnos de Él.

viernes, 17 de julio de 2015

HISTORIA DEL GRAN YO SOY

HISTORIA DEL GRAN YO SOY

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era el principio con Dios. Un principio sin comienzo, sin punto de partida, sin fondo que pueda ser cubierto. Desde la eternidad Él es Es, desde el punto más lejano del tiempo pasado que nuestra imaginación puede concebir Él permanece. Yo Soy vive en presente mientras nosotros recordamos el pasado; Yo Soy permanece constante cuando nuestra mente divaga en el mármol de lo ya acontecido, y especula inmersa en la neblina de lo porvenir. Cuando las columnas de los cielos fundamentaban la adoración perpetua alrededor del trono sublime, Él existía desde la eternidad y hasta la eternidad, y cuando el rostro de los ángeles los esculpía con la gracia de su belleza, la luz de su sonrisa ya resplandecía sobre el empíreo. 

Y de repente, en el principio de nuestra historia, Dios creó los cielos y la tierra, y ésta se encontraba desordenada y vacía. Para Dios el desorden no era una novedad, pues en los anales angélicos un arcángel brillante se había rebelado contra su preeminencia. Lucifer, quien era considerado como el hijo de la mañana, como el lucero que contribuía a embellecer el trono celestial, ascendió para acercarse al Sol de Justicia, no en una actitud de adoración, sino de trágica soberbia. Y su orgullo lo hizo caer hasta el abismo con sus alas derritiéndose por el Fuego, a la vanguardia de millones de ángeles que sucumbieron a sus engaños, todos emitiendo tétricos gritos que aún resuenan en este tiempo de gracia. Lucifer fue, ha sido, es, y no será; sin embargo, El Gran Yo Soy permanece.

Y el Espíritu Santo tomaba paseos sobre la faz de las aguas. Antes de que existiera el hombre, y la tierra se enfrascara en una relación amor-odio con la creación principal de Dios, el planeta recibía la comunión del Creador en movimiento. El Espíritu que se movía sobre el agua era quien mantenía en órbita elíptica el curso terrestre alrededor del sol, como una metáfora física para demostrar que en el futuro, toda la humanidad orbitará alrededor de la fuerza gravitacional de la majestuosa presencia de Dios. El mundo fue creado, y con él las estrellas y la luna, los animales y las plantas, y en el sexto día, el hombre. Adán y Eva tuvieron una relación íntima e idílica con Dios, pero el grito de los ángeles caídos retumbó en el Edén, y se materializó en forma de serpiente caminante, la cual insertó el eco de sus negras exclamaciones en la decisión adánica de comer de un fruto prohibido. Con el pecado de Adán  entró la muerte, y con la muerte surge lo efímero de la existencia. Por un instante, el abismo reía, y abría sus fauces para aceptar manjares de espíritus humanos, más Dios clavó su espada en el jardín para que los aguijones de la muerte no los llevaran a saborear del Árbol de la Vida. Mejor una espada luminosa y amenazante que impidiera por un momento perderse del paraíso, que recibir el estoque del enemigo para hacer sangrar un alma condenada a muerte eterna. El hombre vivió en perfección, y cayó en pecado, iniciando una etapa en la historia universal; sin embargo, El Gran Yo Soy permanece.

Y con la caída surgen las necesidades. Y las necesidades engendran instituciones, y con éstas nace la organización, y con la organización, la civilización. De la agricultura a la escritura, y de la escritura a la tecnología, el hombre aprendió a sobrevivir en medio de un universo que en sí mismo hace a la tierra sobrevivir sobre el filo de una navaja. Pero la humanidad decidió corromperse, al grado que Dios decidió limpiarla con agua... diluviana. Si para cubrir la vergüenza de la tierra había que vestirla con océanos, que así fuera. A Dios le dolió la decisión a tomar, y tanto fue su conmoción que lloró por cuarenta días y cuarenta noches sobre la tumba de los rebeldes. Pero Noé se salvó por ser justo delante de Él, y el arca de madera sería salvación para su familia y todos los animales dentro de ella, así como después una cruz de madera testificaría la consumación del sacrificio expiatorio para dar gracia a los pecadores. El Noé adánico sobrevivió la catástrofe, y una nueva historia se escribiría; sin embargo, el Gran Yo Soy permanece.

El hombre se recuperó, la tierra se secó, y Babel comenzó a erigirse. La lengua que unificaba al pueblo de Nimrod también unificó su orgullo que los hacía creer que alcanzarían el cielo. Pero Dios bajó a confundir su comunicación, y los idiomas recalcan la impotencia del hombre por entender a plenitud las culturas terrestres. El sabio en su propio país es un cómico al tratar de hablar en otro idioma. El turista que es respetado en su tierra generalmente comete tonterías en otra nación. Y en medio de la disolución comunicativa, El Gran Yo Soy permanece como el lenguaje universal que envuelve todo lo existente.

Y Dios hizo un pacto con un pueblo insignificante, patriarcal, desértico, nómada. La historia de Israel es la historia de la gracia de Dios. Israel permanece porque el Gran Yo Soy es su roca y su sustento. Otras naciones buscan su permanencia en el gobierno, en la democracia, en las empresas, o las instituciones, pero Israel siempre caminó bajo el pacto de la Roca Eterna. Y aunque el pecado continuo de los judíos, tanto en el pasado como en el presente, ha provocado varias veces la ausencia del rostro de Dios sobre ellos, el pacto se cumplirá para siempre, cuando el Mesías regrese por segunda vez y establezca su reino eterno. Israel ha establecido su existencia, mientras que sus vecinos pasaron de un gran esplendor a una gran oscuridad. Pueblos como Egipto, Asiria y Babilonia levantaron sus banderas sobre pirámides o zigurats, sobre ríos caudalosos o palacios lujosos. Vivieron con abundancia de pasto en medio del desierto, manejaron soberbios carros de guerra en medio de la arena, pero el loto egipcio del Nilo se marchitó, el león alado asirio cayó en pedazos, y el dragón babilónico perdió su color. Ahora estas civilizaciones son ruinas, sueños de la memoria, instrumentos musicales cuyas notas ya no existen. El esplendor de estos pueblos sólo puede ser intuido por el turista curioso o el afanado investigador. Sin embargo, ante todo esto, el Gran Yo Soy permanece, victorioso, confirmado y sustentado por las palabras de sus profetas. Cayó Moloc, el oro de Baal se derritió en el fuego, Marduk se encogió hasta ser polvo, Osiris vagó para siempre en el olvido de la adoración, y el chacal Anubis aulló por la pérdida de su influencia. Y sobre todos éstos se yergue el cetro de Jehová de los ejércitos, el único Dios verdadero, cuya permanencia es por los siglos.

El féretro de Babilonia fue la cuna de Persia. Y la tierra que cubrió la tumba de Persia también gestó las semillas para el esplendor de Grecia. Imperio de mármol, civilización esculpida al detalle, que mostró los pliegues de su sabiduría y el rostro idealizado de su ciencia, Grecia tuvo múltiples cabezas: la de Sócrates, la de Aristóteles, la de Leónidas, la de Pericles, pero sobretodo, la de Alejandro Magno. La gloria de Grecia brilló por un tiempo, pero la sombra de Roma fue más fuerte que ella. Al final, Zeus se rindió a Júpiter, Hermes se rindió a Mercurio, y Atenea fue sierva de Minerva. Las columnas del Partenón ahora sostenían los arcos del Coliseo, y el rey filósofo de Platón fue pisoteado por las legiones de César. Los vítores en los juegos olímpicos griegos ahora eran gritos de violencia ante la sangre de los gladiadores, y la democracia de Atenas fue eclipsada por el águila imperial de Roma. ¡Cuánta grandeza coronó los foros, las termas y los templos! ¡Cuánto temor inspiró el hierro de la visión de la estatua de Daniel! El Gran Yo Soy permaneció cuando naciones se arrodillaban ante la voluntad del emperador romano, y estuvo observando las excentricidades de los sucesores de Augusto. Gloria, grandeza y esplendor fueron sus estructuras, pero inmoralidad, impiedad e idolatría mancharon su espíritu. Y entre las orgías imperiales y la disolución popular, se levantó un vástago del tronco de Isaí en Belén de Judea. Tan incógnita fue para la soberbia romana el nacimiento del Niño de Belén, que a falta de arcos triunfales o desfiles militares, los ángeles del cielo cantaron su encarnación, y la tierra celebró por primera vez la Navidad. Tan sublimes e inefables eran las melodías, que sólo mentes tan profundas como las de humildes pastores podían asimilarlas. Y el niño fue adorado en un establo, lleno de paja y animales, oloroso a estiércol y pobreza. El altar mayor de adoración en la historia no fue uno con láminas de oro, sino con paredes de rastrojo. Y así como su nacimiento, pobre fue su crecimiento, y pobre fue su ministerio. Las zorras tenían su guarida, y los pájaros su nido, pero el Hijo del Hombre no tenía dónde reposar su cabeza. Si Jesucristo no tenía lujos en la tierra, fue para enseñarnos que sólo se encuentra el lujo en el cielo, donde la polilla no destruye, ni el diablo expolia. Sin embargo, lujosa fue su enseñanza, contraria a todo sentimiento revolucionario judío o seguridad complaciente romana. Si el imperio adoraba a César, Jesucristo enseñó a adorar a Dios, si el imperio acuñaba monedas para representar su valor, Jesucristo acuñó tesoros en el cielo para sus seguidores. Mas sobretodo, cuando el imperio destruía con la espada, Jesucristo extendió sus brazos para abrazar a todas las almas cargadas y agobiadas, y esto fastidió a los religiosos... y al Imperio. 

En el momento definitivo de la historia de la gracia divina, los brazos amorosos de Yo Soy encarnado nunca se cerraron, sino que los clavos los mantuvieron atascados a la cruz. Algunos de sus seguidores huyeron cuando la injusta justicia terrenal lo condenó a muerte, otros permanecieron fieles a sus pies en la cima del Calvario, pero nadie de los que presenciaron la Pasión del Viernes Santo fueron iguales en su vida. Incluso el soldado romano que lo contempló supo que Él es el Hijo de Dios. Yo Soy murió, Yo Soy descendió al infierno, pero para tomar control del mismo. Yo Soy se convirtió en pasado humano para confirmar su divino presente, eterno e inmutable. Y al tercer día, Yo Soy venció la dictadura del tiempo, ganando la vida, neutralizando la muerte. Pasado, presente y futuro se fusionaron en la tumba de José de Arimatea, y cuando la piedra fue removida, el pasado se abrazaba con el perdón, el presente jugaba con la gracia, y el futuro se reconciliaba con la esperanza. La tumba vacía proclama el poder sangrante de la cruz. Y la cruz persiguió al Imperio hasta su caída en el 476 d.C, dejando en claro que mientras más se encarnizaban los romanos contra los cristianos, más eran perseguidos ellos por la gracia de Dios. El poder del Eterno permaneció mientras Roma caía ante las invasiones bárbaras, o se desvanecía ante las plagas. La sangre de los cristianos en el Circo Romano o en las calles de las ciudades clamó por justicia, y sus plegarias fueron escuchadas. Roma cayó por su propio peso, se volvió un imperio obeso, incapaz de levantarse ante su grosura, y bastó solo el dedo meñique de un bárbaro para desmoronar su poder. No hay mejor recuerdo de la supremacía de Dios como Señor de la historia que la siguiente: en el interior del Coliseo Romano, en medio de muros y arcos derruidos, con un suelo inexistente y una fachada de esplendor abandonado, se levanta una silenciosa cruz, ahí donde antes hubo gritos y blasfemias contra Él. 

Y la historia siguió, mas Dios nunca cambió. Burlas se lanzaron, puños se alzaron, libros se escribieron, o seguidores fieles se persiguieron, pero Dios siguió sentado en su trono. Yo Soy estuvo ahí cuando en la Edad Media las naciones de Europa surgieron, cuando se dieron las guerras santas en las Cruzadas, cuando se combinó la Biblia con Aristóteles. Él estuvo ahí cuando la Iglesia abandonó su espíritu primitivo, y se convirtió en la institución dominante. Él permaneció cuando inició el Renacimiento, y el hombre se volvió la medida de todas las cosas. Se levantó el humanismo, se rebeló el individuo contra la institución, y la institución se volvió más institucional. Yo Soy caminó en silencio con la Reforma Protestante, y estuvo al lado de hombres de la talla de Lutero, Calvino o Tyndale. Guerras se llevaron a cabo, reinos se dividieron, y nuevos imperios surgieron, pero ninguna coma o tilde de su Palabra fue modificada. Dios se encontró presente en el juicio contra Galileo, quien a pesar de criticar las visiones arraigadas de la Iglesia se mantuvo como un creyente fiel. Y al final, cuando todo parecía ir en contra de su Reino, Dios permaneció cuando el hombre decidió que Él no existía. Francia estalló, los jacobinos le dieron la espalda a la Biblia, el pueblo derramó sangre, y el pueblo terminó consumiendo al pueblo. Yo Soy siguió siendo tan presente en el momento en que Voltaire declaró que el cristianismo desaparecería, así como en el año en que su casa se convirtió en una imprenta de Biblias. Su presencia no fue menoscabada con Napoleón y su vasto imperio, quien secularizó la vida civil, pero sufría la humillante derrota de su ejército contra Inglaterra, una nación que había decidido buscar el rostro de Dios en el Avivamiento Wesleyano. 

Se levantaron más imperios, Italia fue unificada, Reino Unido expandió sus dominios a Asia, y el Imperio Otomano amenazaba desde Turquía la paz occidental. Por su parte, Alemania salió de su cueva para rugir por toda Europa con su voz portentosa. Los imperios crecieron y se hicieron fuertes, y a tal grado quisieron mostrar su influencia, que sólo una Primera Guerra Mundial podía proporcionarles el ring que necesitaban. No obstante, Dios estuvo ahí cuando en las trincheras de la guerra los jóvenes caían despedazados, también se encontró presente cuando los orgullos nacionales se desvanecían en una prolongada desazón y desconfianza en la razón humana. Así mismo, el poder de Dios nunca fue tocado, aun cuando el imperio alemán desaparecía mientras firmaba el Tratado de Versalles. Sécase Austria-Hungría, marchítese el Imperio Otomano, reverdezca Estados Unidos, o sea creada Yugoslavia, mas la Palabra de Dios nuestro permanece para siempre.

Y Dios permaneció a pesar de la pluma de pensadores que trataron de disminuirlo en sus escritos. Darwin navegó en el Beagle, pero se hundió en su infructuosa búsqueda del eslabón perdido; Francis Crick se quedó confundido ante la evidencia de la existencia de Dios y prefirió armar teorías excéntricas extraterrestres para explicar el origen de la vida; Sartre se perdió entre el mareo y la náusea ante la vanidad de la existencia; y Nietzsche terminó sus días enfermo de la mente, con la mayor consciencia en medio de su inconsciencia de que el hombre que mata a Dios se mata a sí mismo. 

Y Él permaneció cuando las naciones se enfrascaron en la Segunda Guerra Mundial, y toda la filosofía atea, naturalista o relativista del siglo XIX desembocó en el mayor derramamiento de sangre en la historia del mundo. Ascendió Mussolini, pero cayó; subió al trono Hitler, pero su deseo de gobernar mil años se redujo a menos de diez. El nazismo cayó, mas Israel existe porque Dios permanece. Los nazis enjuiciados y condenados a la horca emanaron un lejano recuerdo de las trompetas que festejaban el Purim en tiempos de la reina Ester, cuando un intento de Holocausto se había realizado en Persia. 

Hasta la fecha Dios ha permanecido. Ha sido, es y será el Gran Yo Soy. Es inmutable y todopoderoso aunque la tierra se estremezca en temblores y huracanes, aunque las Torres Gemelas sean derribadas, o se levante ISIS amenazando la civilización occidental cristiana. Él es el Gran Yo Soy aunque las crisis financieras sean la orden del día, o sean aprobadas leyes corrompidas en países que alguna vez fueron naciones consagradas a Él. Vengan guerras o vientos de desastre, venga la prosperidad y la comodidad, cúmplanse las señales de los tiempos, o los gobiernos controlen más la vida de sus individuos, Dios seguirá siendo la autoridad eminente, la fuente de toda moral, el espejo de toda alma, la salvación para los perdidos. Él es el Eterno Invencible, el sustento de toda verdad, el camino recto que toman los redimidos para llegar a la patria celestial. Él es el Señor de la historia, pues es SU historia, y todo hombre histórico, pasado, presente o futuro, doblará sus rodillas y confesará con su lengua que el Gran Yo Soy, Jesucristo, ES el Señor. 

La historia es el relato de cómo los proyectos humanos tienen un inicio y un fin, sean buenos o malos, mientras los propósitos de Dios se cumplen a pesar de ellos. La historia del Gran Yo Soy no termina, y nunca lo hará, pues en Él cada historia es renovada, así como cada mañana su misericordia es nueva; y así como el cosmos inició con adoración hacia su Creador, por la eternidad el canto de exaltación ascenderá entre ángeles y redimidos en el infinito fin de todas las cosas.

DFDarmijo













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